Si alguien tiene dudas que el amor
a primera vista existe, que me avise. Le contaré una historia de encantos
reales que todavía cargo como divino fardo.
Llevo mucho tiempo con ella metida
dentro. Perdí la cuenta de cuánto, y más que una obsesión, se me convirtió en ilusión que acaricio a
distancia, aun sin saber a dónde me conducirá el futuro.
No recuerdo cuándo fue la primera
vez que la vi. Dios sabrá en que grupo de colegas estaba y en qué lugar nos
encontramos. Solo sé que a partir de ese minuto comencé a leer con disciplina
espartana sus artículos y sus crónicas, en un ejercicio que me permitía
descubrirla a través de las letras impresas en los diarios que mantenían viva
su presencia.
Traté de cubrir su ausencia con
otros brazos, con otros mimos, pero resultaba absolutamente imposible
olvidarla. La veía desandar en los salones donde coincidiamos para conciliar
criterios, y pasaba las reuniones escudriñando a distancia para encontrarme con
su pelo suelto, mordisqueando el bolígrafo y sin percatarse que alguien estaba
pendiente de su presencia.
Jamás pasó de un formal saludo, a
pesar de mis intentos por acercarme, pero era feliz mirándola de lejos,
viéndola llegar o partir, o riendo en grupo, o alejada del gentío. Lo importante
era saber que estaba, que existía.
Ni siquiera las distancias
geográficas me hicieron olvidarla. Se fue conmigo, enredada entre los pocos
recuerdos que acostumbro a llevar en mis maletas, y se me iba convirtiendo en
visita recurrente de noches nostálgicas, con la única posibilidad del silencio
como respuesta.
Fue de las primeras personas que
encontré en La Habana
después del retorno. Esperaba pacientemente que iniciara una reunión del gremio
y mientras fumaba plácidamente en el último escalón de la entrada la vi
aparecer, radiante como siempre.
Por primera vez cruzamos palabras
de alegría, sonrisas y hasta un abrazo electrizante –para mi-, que me dejó
inundado de su olor y sus alegrías. Ahí estaba, cruzando nuevamente la fina
línea del destino que por alguna razón desconocida nos mantenía –sin que ella
supiera-, atados en el tiempo.
Después regresaron los silencios,
mis adicciones al periódico que pagaba sus publicaciones, los interrogatorios a
amigos comunes, los rastreos virtuales en sus sitios preferidos, tratando de
recuperar el olor que todavía conservo del último encuentro, sin imaginar que
estaba mucho más cerca de encontrarla de lo que imaginaba.
Pasaba días escribiéndole,
insinuándole, buscando la forma de romper el hielo que me amordazaba. Ella
estaba en todos mis minutos. Se estaba convirtiendo en un juego de ilusiones
que terminaba arrancándome una sonrisa en cada amanecer.
Esa mañana salí temprano con su
recuerdo alojado en algún rincón de mis memorias. Recuerdo que hablé largamente
con un amigo y le conté de mis amores secretos. Reímos. “En la vida triunfan
los osados”, profetizó mi colega, mientras me instaba a seguir tras sus rumbos.
Cada vez que cuento que camino a
mi oficina algo me detuvo, haciéndome retrocer sobre mis pasos y tomar un
camino diferente, piensan que exagero. Nunca entendí por qué decidí tomar un
nuevo rumbo, pero ahí estaba ella, caminando frente a mi, ignorando que nos
encontraríamos en aquella concurrida esquina habanera.
La sorpresa fue mutua. Decidimos
desandar Rampa abajo aquel 6 de junio, sin apenas mantener una conversación
coherente. Reímos, tartamudeamos, divagamos durante un recorrido que se me
convertía en quimera. Estaba disfrutando como nunca su compañía, a tres pasos
de mis dedos, sintiéndola respirar y reir a mi lado.
Confieso que fui feliz, muy feliz
ese día, aun cuando no pude más que mirarla profundamente a sus ojos, y
descubrir que detrás de aquellas pupilas se escondía una mujer maravillosamente
especial.
Después de aquel encuentro, no nos
hemos vuelto a ver, pero sigue ahí, metida persistentemente en algún tranquilo
espacio de mi corazoncito. Ya no hay silencios prolongados ni saludos formales,
pero aún continúa ausente de mis deseos.
Ayer leí algo que ella subió a
Internet, escrito por el genial Neruda, acerca de lo importante que es en el
amor una mirada. Quedé tranquilo. No tengo dudas que mis ojos se abrieron
aquella tarde de encuentros, y estoy seguro que se percató que en mi alma, solo
hay espacio para ella.
Si alguien tiene dudas que el amor
a primera existe, que me avise. Le volveré a contar esta historia de encantos
reales y verdaderos. Ella también lo sabe.
por Miguel Fernández Martínez
La Habana, 15 de julio 2012
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